Vivimos en el tiempo -nos contiene y nos moldea-, pero nunca he creído comprenderlo muy bien.
Y no me refiero a las teorías sobre cómo se desvía y se desdobla, o a que pueda existir en otro lugar en versiones paralelas.
No, me refiero al tiempo ordinario, cotidiano, que los relojes de pared y de pulsera nos aseguran que transcurre regularmente: tictac, clic-cloc.
¿Hay algo más verosímil que una segunda aguja?
Y, sin embargo, el placer o el dolor más nimio basta para enseñarnos la maleabilidad del tiempo. Algunas emociones lo aceleran, otras lo relentiza; de vez en cuando parece que no fluye, hasta el punto final en que desaparece de verdad y nunca vuelve.
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Tiempo ordinario.
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