Vivía en un pueblo que ya no existe, en una casa que ya no existe, al borde de un campo que ya no existe, en el que todo se descubría y todo era posible.
Un palo podía ser una espada. Una piedra podía ser un brillante. Un árbol, un castillo.
Érase una vez un niño que vivía en una casa que estaba al borde de un campo y, al otro lado del campo, vivía una niña que ya no existe. Los dos se inventaban mil juegos. Ella era la reina y él era el rey. A ella le brillaba el pelo al sol de otoño, como una corona. Recogían el mundo a pequeños puñados. Cuando el cielo oscurecía, se despedían, y tenían hojas enredadas en el pelo.
Érase una vez un niño que amaba a una niña, y la risa de ella era como una pregunta que él quería pasar la vida contestando.
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Érase una vez un niño.
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