Sin tiempo.


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Sólo nos queda esta noche y lo sé.
Lo sabemos.
Con el primer rayo del alba colándose por la ventana te irás para siempre; desaparecerás; te perderé.
Lo sé. Lo sabemos.

Esta amarga medianoche de tintos escasos y humos espesos, somos melancólicos condenados, en espera del inclemente verdugo que es el sol.
No tengo tiempo que perder, pero me atrevo a gastar un segundo en imaginar si será posible juntar todo el amor del mundo, toda la pasión de los tiempos, todos los besos de la imaginación; comprimirlos en un segundo intenso y explosivo y dártelo las pocas miles de veces que podría en los pocos miles de segundos que me quedan hasta que te mueras de amor, o te mueras de pasión, o te mueras de besos o, mejor aún: te mueras de mí.
Rápidamente vuelvo a la realidad ; me doy cuenta de que no es posible y, como no tengo tiempo que perder, te beso. Tus labios perfectos, como dibujados por Cortázar, me saben a fruta madura y al tic-tac del reloj impaciente y, sobre todo, me saben al recelo del tiempo más sincero, temeroso y frustrado que puedo imaginar. Sin embargo, como siempre, tus labios me saben a fresa.
Temeroso, miro de nuevo el reloj; con la garganta hecha un nudo y colgando de la misma mano que pronto voy a usar para acariciar tu cabello, miro de nuevo el reloj. Sólo ha pasado un minuto, pero es un minuto que me suena a que me arrancan los huesos.

Ingenuo, aventurado y con tonta esperanza, me atrevo a pedirle en mi mente al reloj que se detenga un instante. Que me regale un segundo, que nos fíe un momento.
Al abrir los ojos, entiendo que el reloj no me ha escuchado y nos ha clavado en el alma otro par de pares de segundos.
Como no tengo tiempo que perder, paso mi mano entre tu cabello áureo; deslizo mis dedos entre tu cabello y acaricio tu cuello.
Te mato como puedo con la mirada, te revivo como quiero con caricias y me suicido como jamás habría imaginado con un abrazo surreal, largo, cálido y que me sabe a ansiedad y al rítmico pasar de los segundos pero, sobre todo, me sabe al frío y asustado sudor de poeta resignado que ha visto un futuro donde se queda mudo. Sin embargo, como siempre, tu abrazo me sabe a azúcar.

Exaltado y como viendo sin ver, le dedico una mirada al reloj y se me vuelven de vidrio todos los músculos del cuerpo. Han pasado ya diez minutos y el infeliz e inexorable segundero no parece dispuesto a retrasar su carrera.
Acaba de salir el Sol, y ya no estás.


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